martes, 8 de julio de 2014

Noche entrecortada de camino a la eternidad finita.

Hoy vuelvo a probar aquel sabor amargo que escribe deseos entre mis dedos. Si es que aquel susurro que calma mis fantasmas no decide crear la vida ante mí, he de mirar al tropiezo como el único paso que dicte el camino. Sin dirección. Sin deseo de abrir los ojos ni estremecer la piel con poesía. Mis muros caen y el mundo cabe una vez más dentro de mí, lo dejo existir y le pido parir angustias y dolores tan hermosos como mis recuerdos. Sí, caigo una vez más en el humo que distorsiona el presente y envuelve el desespero que hoy lanza mis manos a la eternidad finita.

Y es que digo esto porque no sabré nunca que mis palabras no existen, que el miedo no es más que mi alma fabricando al cuerpo, agrietado y dueño de sí. En ese tiempo en que las lunas de papel y los cuartos de habitación convergen en este instante exacto, se superponen y deciden proferir llantos, esculpir odios y hasta escupir prosa mal-creada.

La piel es tan fría como la brisa, sabe esconderse de mí y mis ojos llenos de esa calma incandescente que oscurece la vida tras las cortinas; se detiene, se transforma y esboza una silueta temblorosa, de pie, en esa esquina que palpita junto a las sombras que se esconden del recuerdo. Me ata la mirada al cielo, pero no sabe de nudos. Huyo en todas direcciones, pero no sé de sentidos. Me detengo frente a la razón, pero me vuelve a atar.

Y si este espacio no es el que creé, pues no habrán más vacíos qué habitar.