martes, 14 de enero de 2014

Adiós.

La palabra acaba, el verso se esconde y la voz se retuerce porque ya no caben más lágrimas en esta noche. Pues acaba la vida y empieza la eternidad multicolor. La luz se detiene frente a la ventana, se niega a entrar, a verme a la cara y a enceguecer este instante al cual nunca más volveré la mirada. Se acaba el vacío que alguna vez compartimos y dejamos los saltos bajo aquella luna de papel, en ese cielo agrietado que ambos supimos crear y unir en aquellas madrugadas escritas en sangre.

Nos destruimos el alma de la manera más sublime. Entendimos por fin que el dolor no sirve más que para alimentar aquellos fantasmas que derraman muerte sobre el papel, sabiendo que esas letras desaparecerían a la primera sonrisa que decidíamos crear. Terminaba el llanto y comenzaba la risa. Los ojos se detenían frente al amanecer. Las sombras nos cubrían hasta que nuestros cuerpos iluminaban el rincón donde nos escondíamos del mundo. Pero la alegría amarga y el dolor sabe tan dulce como tus ideas rasgando mis mentiras y mi ausencia apuñalando tu esperanza.

Quizá nunca leas estas palabras, porque el tiempo es cruel y siempre nos aseguramos de que sea así. No tiene fin escribir recuerdos o fotografiar sentimientos. No hay lugar para insensateces en este presente, ni lamentos, ni miradas al cielo buscando figuras que nos regresen a donde nunca llegamos a estar. Me detengo en este justo instante, en este párrafo sin sentido, porque el adiós es eterno y el dolor abrupto. Ya no somos parte de nada ni de nadie. Hoy por fin logramos ser de uno mismo y para siempre habremos de serlo.

Adiós. Eternamente.

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